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Cuento | La Rueda de la Vida

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    Quinceminutos.MX
  • hace 2 horas
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Lord, ilustración - Hari Mangayil en Pixabay
Lord, ilustración - Hari Mangayil en Pixabay

por Juan Norberto Lerma

Es fama popular que en el templo situado en las tierras altas de Pilkam, en un paraje llamado Murey, habita el único dios vivo.


Rabindranath, El Poseso, había escuchado hablar de él y, en los ratos que la enfermedad le permitía expresarse de tal forma que fuera comprendido por sus semejantes, manifestaba su deseo de realizar una visita de cuerpo presente al recinto de la luz y del conocimiento supremos.


Amigos y parientes habían ignorado sus peticiones durante lustro y medio; apaciguaban su ánimo exponiéndolo al amparo de la parsimonia de los bosques y del parloteo de las aves benignas, y le daban largas contándole los portentos que ocurrían en las ciudades vecinas. Mientras tanto, Rabindranath había compuesto cantos para desolar los campos y escrito oraciones para hacer llover fuego. Inmerso en su trabajo, además, apiló cuarenta y nueve mil setecientos veintitrés salmos para combatir a los demonios del cuerpo y del alma, descubrió treinta y seis conjuros para dominar a las fieras y nueve para doblegar el corazón de las mujeres. Sin embargo, nada de eso le servía, pues su corazón se hallaba cerca del cielo y su cuerpo se debatía en el infierno. Su único consuelo era la esperanza de contemplar, por una sola vez, al dios vivo.


Una tarde de la estación helada, sus parientes se dignaron escuchar sus súplicas, cedieron a su insistencia y se pusieron en camino. Durante el trayecto, Rabindranath no abrió la boca; miraba arrobado las tierras pobladas de árboles murmurantes y les respondía con caravanas y ademanes de recogimiento. Se entretuvo durante días ideando un lenguaje nuevo para comunicarse con el dios vivo, en tanto que sus familiares proveían el agua y la comida. Un mes y veintisiete días después, con la luna en la espalda, subieron por el sendero de una montaña que, de lejos, semejaba una barca. Durmieron a la entrada del pueblo y Rabindranath aprovechó para iniciar su ayuno y purificar su espíritu con cantos que recordaban quejidos de animales.


Desde un promontorio, por la mañana, divisó el templo y vio, a lo lejos, que la multitud de peregrinos se apiñaba en el interior, sobrepasando el recinto. Las filas de fieles rebasaban la explanada, se perdían en las tierras bajas de los invernaderos vigilados por guardianes de ojos iridiscentes y bordeaban el territorio de los recolectores de cristales amargos y multicolores.


Los peregrinos eran pacientes; esperaban su turno de compartir con la deidad el par de minutos que, a todos los visitantes, por derecho les correspondían. Sólo aquí y allá se veía algún movimiento brusco cuando alguno caía presa de convulsiones, vencido, a veces, por el sueño, la enfermedad o el hambre. Entonces, Rabindranath acudía a prestar ayuda.


En el quinto día de espera, los familiares de Rabindranath desistieron y se marcharon maldiciendo el frío y los malos olores. Ajeno a todo lo que no tuviera relación con su cercanía con el dios vivo, Rabindranath apenas notó que los fieles vecinos lo habían despojado de cuanto le proveyeron sus familiares para su subsistencia.


La séptima noche de su llegada, Rabindranath sintió que lo llevaban a empujones hacia las columnas que escoltaban los escalones de un área en penumbra. Despabilado, se dejó conducir por un pasillo que se iba reduciendo hasta sólo permitir el paso de un hombre de complexión mediana, y que terminaba en una entrada por la cual se tenía que pasar forzosamente arrodillado.


Del otro lado, el salón era amplio y había una ventana situada en el fondo, que, estratégicamente, daba a dos inmensidades: la del infinito y el océano. Rabindranath murmuró una bendición a modo de saludo e hizo una caravana que se prolongó hasta que su rostro se posó en el suelo, y permaneció así hasta que escuchó un chasquido como de agua lejana.


El dios vivo miraba a Rabindranath y, cuando suspiró, fue como si una bocanada de fuego y flores le estremeciera la espalda y el entendimiento. Rabindranath, El Poseso, nunca había estado tan lúcido como cuando se encontró en la estancia del dios vivo. Decenas de frases atropelladas acudían a su mente y todas se perdían en un embudo que lo conducían al terreno de las interrogaciones.


Iba a comenzar una oración, pero, desperezándose, con un ademán autoritario, el dios vivo lo detuvo. A continuación, Rabindranath escuchó su nombre repetido millares de veces y, en todas, le pareció que resonaba un eco de tambor de fiesta y leña quebrándose en su aldea.


Rabindranath ensayó el lenguaje que había diseñado para preguntar por el misterio de las zonas oscuras del sueño y acerca del jinete ciego que asola el futuro; sin embargo, no pudo articular palabra. El dios vivo lo miraba y Rabindranath contemplaba la inmensidad unificada. Rabindranath, El Poseso, podía pedir un deseo como cualquier peregrino y alejar, para siempre, a los demonios que se comían sus entrañas desde hacía 35 años. En cambio, pensaba. Dedujo que, en algún lugar de su mente, debía de haber una especie de almacén infinito, puesto que las ventanas de sus ojos eran capaces de percibir y plasmar, simultáneamente, en su interior la imagen del mundo, de la inmensidad y del dios vivo.


—Hace muchos años que no deseo nada de este mundo —murmuró, por fin, Rabindranath con su voz de todos los días—, vivir con el entendimiento que me corresponde me ha brindado placeres y amarguras suficientes. Sin embargo, quisiera comprender cómo tú, un hombre cuya apariencia se corresponde con la mía, puedes ser considerado un dios vivo.


—Podría hacer que mil fieras te persiguieran y que tus conjuros no surtieran el menor efecto en ellas —tronó la voz del dios vivo—, también podría hacer que lloviera sobre tu cabeza la sangre de tus antecesores; sin embargo, los trucos son para los profanos, tal parece que, a ti, hay que convencerte con asombros mayores.


El dios vivo hizo un ademán apenas perceptible y, enseguida, intercambió su lugar con Rabindranath. El dios vivo era ahora Rabindranath, sin dejar de ser el dios vivo, y Rabindranath era el dios vivo, sin que apenas variara su condición de Rabindranath.


—En este momento, y siempre, eres y has sido como soy yo —apuntó, con énfasis, el dios vivo—, sin embargo, tú elegiste ser un hombre y, por tanto, tu condición y poderes, aunque no están limitados, sólo pueden actuar en el terreno de lo humano. Los demonios que te habitan comparten también su ser conmigo y con cuanto nos rodea. Somos uno y lo mismo; el camino que conduce al fuego, en algún momento, se bifurca y te ofrece las posibilidades del día. Eso que tú llamas inmensidad está compuesto de pequeñeces. Yo soy el dios vivo y quienes ponen su fe en mí contribuyen a que así sea.


Rabindranath apenas notaba el cambio en su condición espiritual y mundana y pensó que el dios vivo le tomaba el pelo. Torpe en el manejo de su nuevo estado, se atrevió a usar el poder que en él brotaba. Entonces, creó aberraciones en mundos establecidos, desequilibró nuevos mundos con plagas, desbarató la materia en dimensiones ínfimas y, por unos instantes, se entretuvo asolando la ciudad de los mil templos infieles.


Con apenas desearlo, el dios vivo restableció el orden de cuanto existe, y Rabindranath, avergonzado, desistió en su intento de ejercitar sus poderes temporales divinos.


De pronto, el dios vivo llamó su atención señalando la ventana.


—Escucha —dijo—.


Rabindranath se concentró en el rumor que le llegaba del otro lado del muro. Identificó la voz del dios vivo entremezclada con las olas. Todas las voces interiores de Rabindranath se apaciguaron paulatinamente y advirtió cómo aumentó el rumor del agua hasta que le zumbaron los oídos y se fue quedando dormido.


El dios vivo permaneció impasible mientras, de lejos, llegaban los sonidos de olas dando contra olas. Rabindranath podía sentir, como nunca, que la inmensidad, él mismo y el dios vivo eran El Uno fragmentado. Las olas, por momentos, se encrespaban, se envolvían o quedaban, por instantes, petrificadas; lo mismo tenían fuerza y capacidad destructora que poseían la versatilidad para convertirse en átomos que aliviaban la sed del peregrino. Lo esencial era que, en todas sus formas, continuaban siendo agua. Arriba, las estrellas se morían de luz hasta el último brillo.


El dios vivo continuó hablando durante varios minutos. El aliento de Rabindranath, su voz interior, el rumor del mar y la voz del dios vivo se entrelazaban y eran uno.

De improviso, Rabindranath sintió que lo llevaban a empujones hacia las columnas que escoltaban los escalones de un área en penumbra. Despabilado, se dejó conducir por un pasillo que se iba reduciendo hasta sólo permitir el paso de un hombre de complexión mediana, y que terminaba en una entrada por la cual se tenía que pasar forzosamente arrodillado.


Del otro lado, el salón era amplio y había una ventana situada en el fondo, que, estratégicamente, daba a dos inmensidades: la del infinito y el océano. Rabindranath murmuró una bendición a modo de saludo e hizo una caravana que se prolongó hasta que su rostro se posó en el suelo, y permaneció así hasta que escuchó un chasquido como de agua lejana.

 


Soy autor de los libros de cuentos Las Mariposas Cantan de Noche; La Bestia Entre los Días; Perro Amor; y Muerte en Estado Natural.


También escribí Delirium (poemas); El Imperio del Polvo (poemas): y Cristo Pastor, Madre de Hierro.

Cristo Pastor, Madre de Hierro


Perro Amor

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